sábado, 29 de mayo de 2021

Cuento sobre el amor y la familia: Carta para un ángel

 

Hay niños que no creen en los ángeles, otros que creen pero nunca han visto uno, tan sólo unos pocos han tenido el regalo de encontrarse cara a cara con un ángel. Esta es la historia de uno de ellos:

Era un mes de mayo y como cada año los niños de la escuela preparaban con entusiasmo los regalos para el día de la madre. En el curso de primero de primaria los pequeños estudiantes tenían la tarea de escribir una breve carta de amor para mamá.

Uno a uno, niños y niñas, fueron tomando hojas blancas, sacaron de sus mochilas los lápices de colores y emocionados comenzaron a hacer lindos dibujos que acompañaban con mensajes sencillos.

Pero las cosas no marchaban bien para Federico; en silencio apretaba los dientes, sostenía con fuerza un lápiz negro y rayaba con rabia una hoja blanca que se rompía con cada trazo.

La profesora al ver la frustración del niño le preguntó:

— ¿Qué te pasa Federico?

—No sé qué escribirle a mamá—respondió con enojo.

—Dile lo que sientes—explicó la maestra.

—No puedo hacerlo —dijo mientras negaba con la cabeza.

— ¡Claro que puedes! —lo motivó ella.

— ¡No! —dijo con firmeza y volvió a repetir esta vez más claro y alto—. ¡Ya dije que no puedo hacerlo! ... Además, de nada sirve escribirle una carta a mi mamá.

— ¿Por qué dices eso? —preguntó la maestra.

—Porque ella nunca va a leerla­—explicó convencido.

—Federico, también tu mamá puede leer tu carta.

—No, ella se ha ido ­—dijo el pequeño mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas—…se ha ido al cielo  y allá nunca llegan las cartas.

La profesora intentó reponerse de la respuesta. Ella conocía muy bien aquel lugar donde habitan la soledad y la tristeza.

—Mi abuela dice que ahora mi mamá es un ángel y que desde el cielo me cuida —comentó el niño.

—Tu abuelita tiene razón —aseguró la maestra—. Ahora tienes una familia diferente; una familia con un ángel.

—Sí —afirmó el pequeño—; mi hermano dijo que ella era… ¡La mejor mamá del mundo! y yo le contesté que ella es ¡La mejor mamá del mundo; de toda la tierra y del cielo entero!

—Ya lo ves, tienes una súper mamá —dijo la maestra y luego le contó al chiquillo—. Yo, también perdí a mi mamá cuando cumplí los 5 años.

— ¿Tú tampoco tienes mamá? —preguntó asombrado.

— En la tierra, no; pero en el cielo, sí —aclaró la profesora—. ¿Sabías que las súper mamás que se vuelven ángeles pueden escucharnos y también leer las cartas que les escribimos?

— ¿De verdad? —exclamó Federico mientras sus ojos llorosos se abrían sorprendidos.

—Sí, al  igual que haces la carta para el niño Dios, puedes hacer una carta para tu mamá. Así ella sabrá todo lo que necesitas.       

— ¿Eso es verdad? —volvió a preguntar aún con dudas.

— ¡Claro que sí! —dijo la maestra con la certeza de la experiencia—. Inténtalo y comprobarás que es cierto. Además, una súper mamá nunca deja de trabajar por su familia, y menos por un hijo tan adorable como tú.

Federico ilusionado se limpió las lágrimas, tomó una hoja de papel, la más bonita que tenía y dibujó muy bien a su familia: al padre llevando un delicioso pastel de chocolate; el hermano mayor tocando la guitarra;  y él se pintó con una flor en la mano. En un extremo de la hoja, ubicó a la madre entre las nubes, con su cabello negro ondulado, una gran sonrisa y dos hermosas alas.

Con ayuda de la maestra Federico aprendió algunas palabras que aún no sabía deletrear y junto al dibujo escribió:

“Mami, te extraño mucho.

Pídele a Dios permiso

para volver a casa.

Te amo”

Al regresar de la escuela no dijo nada a nadie, y escondió la hoja muy bien. El sábado en la noche dobló la carta como un sobre y la marcó así: “Para mamá, mi ángel del cielo”. Una vez lista la acomodó debajo de la almohada esperando que lo dicho por la maestra fuera cierto.

Los recuerdos inundaron su pequeña cabeza de nostalgia, sería el primer día de la madre sin ella. Se durmió después de un llanto largo que intentó ahogar en el almohadón para que nadie lo escuchara.

Durante el sueño, sin saber cómo, Federico llegó a un camino que surgía en medio de las sombras. Entre  las tinieblas reconoció ese lugar: era el parque donde tantas veces había ido con mamá. Pero esta vez estaba solo, era de noche y sentía mucho miedo.

De repente, una luz brillante comenzó a encenderse y acercarse rápidamente hacia él. En el centro de la luz se fue formando un cuerpo con dos alas muy grandes. Al estar más cerca y poder ver su rostro, él la pudo reconocer: era su madre; tenía su bella cabellera suelta, un vestido blanco largo como de princesa, estaba más joven, sana, hermosa y feliz.

Federico se perdió en esa mirada de ángel mientras ella acariciaba la cara del chiquillo. Al verla sus ojos profundos le transmitían toda la confianza que necesitaba. La confianza que le enseñó a caminar, a subir las escaleras y montar la bicicleta en ese mismo parque, a dormir en su propia cama, a leer en público, a superar sus temores…

El tiempo corría diferente y se mezclaban imágenes de un pasado compartido lleno de alegrías. El pequeño quería quedarse allí por siempre, refugiado entre aquellos brazos que lo protegían del miedo a seguir andando sin ella.

 Pero, después de un largo beso,  ella le dijo suavemente:

—Hijito, ya debo irme.

— ¡No te vayas mamá! ¡No te vayas ¡— dijo angustiado— ¡Quédate conmigo!

—No puedo quedarme, no tengo más permiso —le explicó mientras lo abrazaba fuerte y le decía al oído—. No tengas miedo, recuerda que eres el más valiente de nuestra familia. ¡Hijo, estoy tan orgullosa de ti! …no sabes cuánto.  

Sus palabras lo llenaron de valor, sabía que aquel encuentro era un pequeño regalo de Dios, un regalo que tenía que dejar partir nuevamente. Poco a poco ella se levantó y se fue alejando. Federico vio que su mamá tenía en la mano la carta que él había escrito; ella la acercó a su corazón como guardando un tesoro y con dulce voz le dijo:

— ¡Gracias hijo, es una carta lindísima!—y con toda la dulzura agregó—. Yo también te amo mi pequeño…Dile a papá y a tu hermano, que los amo con toda mi alma.

—Yo te amo hasta el cielo y más allá—dijo Federico señalando el firmamento.

—Siempre estaré contigo—decía ella mientras se alejaba moviendo sus alas blancas—…siempre estaré a tu lado.

En ese instante era como  si un espacio de amor sostuviera al niño, no había llanto, ni enojo, ni miedo, y con ese sentimiento de paz profunda poco a poco quedó nuevamente en total oscuridad.  

Sin tener claro cuánto tiempo había pasado, Federico percibió una tenue luz, abrió bien los ojos, ya no estaba en el parque, reconoció su habitación apenas iluminada con los primeros rayos del domingo.

Medio somnoliento, buscó rápidamente debajo de la almohada y se dio cuenta que la carta no estaba. En su lugar encontró una pluma blanca que brillaba con la misma luz celestial. Intentó tomarla con las manos pero desapareció rápidamente. Respiró profundo y sintió que una cálida ola de amor llenaba de nuevo su corazón.

Federico ahora sabía que tenía un ángel en el cielo.

¡Sí¡… ¡Era verdad! ¡Era verdad!– gritó alegre dando saltos en la cama.  

©Liliana Mora León - Mayo 2021

 En memoria de Sandra Marcela

¡La mejor mamá del mundo;

de toda la tierra

y del cielo entero!


jueves, 20 de febrero de 2020

Un pollo un poco loco


Esta es la historia de un pollo un poco loco que quería ser millonario y cuyo final a muchos logra trasnochar.

A decir de las gallinas aquel pollo era buenmozo, con sus plumas coloridas como un ave real y una cresta roja puntiaguda que lo coronaba cual rey. Caminaba con elegancia, poniendo una pata detrás de la otra y mirando siempre adelante. Muy orgulloso se pavoneaba de aquí para allá y se dejaba admirar.

Aumentando el encanto, su cantar era de un gran tenor. Lo llegaron a llamar: El Pavarotti Emplumado. Tenía tal repertorio, que dejaba a todas las damas con el pico abierto tras escuchar sus canciones.

Pero aquel gallo odiaba madrugar a cantar. Él prefería quedarse en el nido dando vueltas antes que trabajar más horas que el sol. Así fue haciendo fama de holgazán pero a él eso no le daba mucho afán.

Lo que sí le quitaba el sueño era su gran deseo de ser millonario. Aquella obsesión no lo dejaba dormir en paz; pensaba que belleza y fortuna tenían que ir de la mano. Pero quería llegar a ser muy rico sin el sudor de sus plumas o el trinar de su gaznate.

Movido por tal deseo, preguntaba a todos sobre reinos y tesoros, y así escuchó historias como: La Leyenda del Rey Midas, El Pirata Morgan y La Gallina de los Huevos de Oro; cuentos que lo dejaron con ideas raras en la cabeza.

En sus noches de desvelos ya no contaba ovejas sino huevos en todas sus formas: fritos, revueltos, pochados, rancheros, estrellados, picantes, rellenos, frescos, fermentados, rojos, verdes, amarillos, mexicanos, napolitanos, turcos, rusos, chinos…la lista era más larga que todos los países del mundo.

Después de mucho pensar recetas y más recetas, y luego de calcular los habitantes del planeta, llegó a la conclusión que vendería más de 7 millones de millones de huevos cada día. Con tal fortuna sería el pollo más rico de la tierra, mucho más que cualquier rey o pirata.


Convencido de su plan, se dio a la tarea de producir huevos. Quería tener los más grandes, unos jamás vistos y que la gente pagaría a precio de oro.

Al escuchar sus ideas, todos en el gallinero le decían que los gallos no ponen huevos; pero él estaba convencido que convertirse en gallina sería tarea fácil.

Comprometido con su meta era el primero en llegar al desayuno y devoraba todo el maíz que encontraba, hasta que no le cabía ni un grano más en el buche.

Con el pasar de los días y los meses entendió que su plan no estaba funcionando; ningún huevo, ni grande ni chiquito, llegó a salir. Sólo ganó una gran panza de tanto comer y así fue perdiendo su esbelta figura.

Pero una batalla perdida no era el fin de la guerra. Así que ideó un nuevo plan para hacerse rico sin trabajar y repetía una frase que escuchó por allí: “Piense y Hágase Rico”

Así lo hizo, pensar era sencillo. Encontró un nido, acomodó su rabadilla y pasaba allí desde el amanecer hasta el atardecer, con los ojos cerrados imaginando huevos y dinero. Al verlo así, muchos pensaron que el gallo se había vuelto loco.

Aquel esfuerzo del pollo parecía en vano y de tanto estar sentado le dolía la puntica del rabo. Hasta que un día comenzó a sentir un fuerte retorcijón en las tripas. Cacareó y cacareó varias veces de dolor y sintió que por fin algo salió de él.

Orgulloso se levantó feliz, abrió los ojos, agachó su cabeza y miró entre sus patas esperando observar un gran huevo. Asqueado quedó cuando miró un líquido viscoso, verduzco y maloliente, que le escurría desde su cola hasta la punta de sus dedos y más allá.

Un día después, estudiando a las gallinas descubrió que cacareaban de manera distinta antes de poner un huevo. Y concluyó que aquello podía ser un conjuro mágico para crear huevos de la nada.

Paró oído, aprendió sílaba por sílaba, repitió una y otra vez, y tras horas de ensayo pasó del agudo y potente Kikirikííí de tenor emplumado, a un grave y quejoso cro cro croooo de gallina clueca.

Con tan mala fortuna que aquel conjuro tampoco funcionó, y de su barriga mágica ningún huevo salió. Pero eso sí, de tanto imitar a las gallinas, se puso ronco y daba pena escucharlo cantar como un gallo con gripa.


Ahora estaba casi mudo, al irse su voz marcharon con ella sus viejas fanáticas. Dolido del rechazo de aquellas pollas, que en otra época escurrían las babas por él, decidió que si no podía poner huevos como una gallina bien podría robárselos.

Poco a poco fue perdiendo la cordura y ganando la locura. Y así cual bandido, pensó en su modus operandi. Comenzó con las gallinas más nobles y despistadas, y después que la pobre abandonaba el nido, con el huevo aún caliente, lo robaba y escondía en su caleta.

Luego, envalentonado fue más atrevido, y no esperaba que la gallina se marchara, sino a pico armado las amenazaba para que le entregaran sus huevos, y así lo hacía de nuevo.

Después de un tiempo, cuando logró juntar un buen botín, decidió que lo vendería en el mercado negro. Esa noche, se armó tal alboroto en el gallinero que el gallo pensó que lo lincharían.

Pero no fue así; el ladronzuelo era otro, un viejo zorro que daba vueltas alrededor del gallinero lambiéndose la trompa. Tenía tan llena la barriga que, tras sonreír, se marchó muy tranquilo.

A la mañana siguiente, el gallo salió presuroso y tamaña sorpresa lo esperaba en su escondite: cáscaras rotas y huevos revueltos por todos lados. Al ver que no quedaba ni uno bueno el fortachón lloró un montón.

Tras varios días retomando fuerzas volvió a robar. Esta vez fue por un botín mayor; observó a una gallina que se alejaba, la siguió sigiloso y pudo comprobar que tenía un nido con muchos…muchos huevos.

El corazón se le aceleró al pensar que por ellos pagarían gran dinero. Por fin su suerte había cambiado de la noche a la mañana.


Esperó con paciencia a que doña gallina saliera a beber agua y cuando la vio lejana, se apresuró a saquear aquel nido. Todo marchaba de maravilla, pero cuando estaba en el hurto uno de los huevos comenzó a romperse y de él se asomaba la cabeza de un pollito que comenzó a piar desesperado: pio pio pio pio pio….

Al escuchar el llamado angustioso que no paraba, mamá gallina corrió como gacela. Embravecida llegó al nido, y nadie sabe a ciencia cierta qué pasó en ese lugar, pero aquel ladrón salió con el orgullo mal herido y sin ganas de volver a robar.

El siguiente amanecer, mucho antes que brillara el sol, comenzó el canto lloroso de un gallo que nunca calla, y que sólo pueden escuchar...¡Los locos que quieren ser ricos sin trabajar!



Liliana Mora León © 2020

jueves, 17 de octubre de 2019

Cuento sobre la familia: Sin ninguna huella


ADVERTENCIA: Este es un cuento muy apestoso, no apto para niños o niñas con barriguitas sensibles.


En mi familia mamá puede iniciar una guerra así tan rápido como llega un mal aire a la nariz. 

Hasta hace pocos días en mi casa reinaba la paz; los regaños y castigos en el comedor o la cocina eran batallas del pasado. 

Al final de cada comida mi madre estaba muy feliz; por más que inspeccionaba con sus grandes ojos de lupa no encontraba nada, nada de nada: ni un bocado de comida en mi plato, ni un grano de arroz en el sifón, ni un trozo de carne en la caneca, ni siquiera una gota de sopa en el suelo. 

El sábado pasado ella lucía muy orgullosa, tras servirme la comida en pocos segundos desaparecieron de mi plato: el puré de berenjenas amargas, la ensalada de col y hasta el pescado que olía como la rata muerta que sacaron del tejado. 

Yo la vi sonreír, creo que pensaba en su gran talento para hacerme comer todas las recetas que preparaba. Aunque para ella eran las más saludables del mundo, para mí eran las más horrorosas de todo el planeta. 

Ella sentía que era la mejor cocinera y yo la niña más obediente de toda la familia. Y para decirte la verdad, la purita verdad: ¡Ninguna de las dos cosas eran ciertas! 

Premiada por cumplir mi gran tarea de comer aquello, vimos películas toda la tarde. Pero al llegar la noche cuando estábamos en el sofá, así tan veloz como cae un rayo reinició la guerra. 

En un segundo, sin escuchar ningún ruido que nos advirtiera para salir corriendo antes de ser invadidas, un gas de asqueroso olor inundó toda la sala. 

Inhalamos sin querer aquel aire venenoso que nos dejó aturdidas. Y mientras yo me tapaba la nariz con un cojín, ella estaba como un sabueso buscando una presa: olfateó por derecha y por izquierda, por delante y por detrás, por arriba y por abajo... y allí encontró al culpable. 

Y aunque yo no había cometido tal delito, amenazándome con su dedo que disparaba palabras, me advirtió: 

—Si lo haces de nuevo te obligo a comer: ojos de vaca, sesos de cabra, hígado de gallina, patas de rana, mocos de caracol… ¡Y todo eso crudooo! ¿Me entendiste? 

De sólo escuchar aquello mis tripas se retorcieron y me dieron ganas de vomitar. Quedé paralizada y sin abrir la boca por miedo a que me torturara embutiéndome alguna de esas cosas horrorosas. 

Sabía que mamá cumplía los castigos que prometía. Así como el día que me hizo comer patas de gallo porque había oído que eran buenas para los huesos en crecimiento como los míos. 

Y mientras yo sufría de sólo recordar aquello, al otro lado del sofá estaba Thayson. Él, aliviado tras la explosión de esos gases apestosos; con una pata rascaba su gran panza y con la lengua afuera se limpiaba el hocico. 

Así acabaron mis días de comidas tranquilas y volvieron las peleas. Ahora Thayson permanece encerrado en el jardín mientras yo termino mi comida. Y aunque invente mil maneras, mamá ya no cree la excusa que me duele la barriga… y tiene razón pero no puedo con su sazón. 

Y tú, ¿Quieres venir a probar las recetas de mamá?

© 2019 Liliana Mora León



miércoles, 3 de abril de 2019

Cuento de amor a la naturaleza: El hombre que cantaba con las aves




Esta es la historia del último atardecer de Jacinto González. Ocurrió un domingo de junio cuando la finca era un jolgorio. Todos andaban contentos con ropa recién comprada disfrutando de la fiesta.


En la cocina alrededor del fogón ardían chismes y carcajadas; en el salón los hombres se calentaban con aguardiente; y en el pasillo Jacinto volando en fiebre se arrastraba hasta el portón huyendo de la algarabía. 

Con ilusión cruzó la puerta esperando aliviar un poquito su dolor. Al salir tomó aire con la misma ansia que un recién nacido su primera bocanada, un frio helado le penetró hasta los huesos.

Fue un instante después que observó al frente suyo toda la ladera destrozada. ¡No lo podía creer! Pensando que eran visiones por la calentura en la cabeza abrió y cerró los ojos hasta comprobar que era cierto.

Sorprendido y confuso exclamó:

— ¿Dónde están los árboles?

Ante el silencio con gran esfuerzo volvió a preguntar, esta vez usando hasta el último aliento que le quedaba:

— ¿Que alguien me diga dónde están los árboles?

Su voz se extendió como en otra época, cuando cantaba como un ave caminando monte arriba por la vereda. Al oírlo nuevamente hasta el burro, el perro y las vacas callaron. 

Tras el largo eco se apagó la música y uno a uno corrieron al encuentro: viejos y jóvenes, grandes y chicos, hombres y animales. 

Todos se miraban sin pronunciar palabra alguna y los animales sin mover siquiera el rabo. Un aire de pesada culpa inundó la casa. 

Jacinto entristecido ante el paisaje plantó su mirada en el bosque ya perdido. Contó cabezas de ganado donde antes erguían frondosos arrayanes, robles y nogales. Se fueron los árboles y con ellos también marcharon las aves y su hermoso cantar.

Los labios apretados contenían el pesar y sus piernas comenzaron a temblar. Con dificultad buscó la vieja silla y permaneció allí trayendo a la memoria los años gastados cuidando aquellas tierras. Un rasgo de amargura dibujó su rostro. 

Mientras Jacinto veía su vida pasar, los otros estaban con la cabeza gacha como perro regañado esperando un sermón. El tiempo pasó y nada se escuchó, a Jacinto ya no le quedaban ganas para pelear.

Una densa niebla que bajo del cielo le cerró los ojos y no podía ver más allá de su nariz. Entre el frío y el silencio se acababa el día y su vida se le iba. 

Y cuando todo parecía ya perdido, un último rayo del sol volvió a disipar la oscuridad de su alma, al escuchar el melodioso cantar de un turpial montañero que lo llamaba: 

—Turu-pio, turu-pio,... turu-pio, turu-pio....Turu-pio, turu-pio...

Su cara se iluminó con renacida paz y antes de partir alcanzó a susurrar:

¡Sííí, vueelan... vuelan más alto que las montañas!

© 2019 Liliana Mora León

miércoles, 5 de abril de 2017

Cuento sobre el amor al prójimo: El amor de mamá gallina


En la granja, los pollitos se preguntaban si mamá gallina los quería tanto como antes. Parecía que en los últimos días, ella ya no los amaba igual. Había decidido que ninguno de sus hijos volvería a dormir bajo sus alas.

Aunque, los pollitos ya estaban bastante crecidos, adoraban dormir bajo el calor de mamá. Pero ella, siendo una gallina con mucho conocimiento, sabía que había llegado el tiempo para que durmieran cada uno en su propia cama.

Desde que salía el sol hasta que se escondía, mamá gallina trabajaba en el jardín. En las primeras horas del día, ella escarbaba la tierra con su pico, buscaba allí y allá, y conseguía gusanos y lombrices para sus pollitos. Una vez alimentados y felices, ella continuaba su labor.

Mamá gallina era la más trabajadora de toda la granja, no tomaba ningún descanso, ni se daba una siesta, como sí lo hacían: la vaca, la oveja, el cerdo y otros más. Ella nunca paraba, exploraba todos los prados seleccionando la paja más fina para construir una cama para cada hijo.

Pero, al intentar entrar la paja al gallinero, se dio cuenta que otras gallinas y el gallo Quiquiriquí, no querían más habitantes en ese lugar. Ella estaba muy enojada, sabía que sus pollitos serían cazados por algún zorro o perro salvaje si dormían afuera.

Entonces, encaró a las gallinas y a don gallo que se abalanzaron contra sus pollitos. Con fuertes picotazos los defendía a todos. Era tal el amor por sus hijos, que sacó fuerzas profundas y logró elevarse del suelo más de un metro. Como un pájaro grande, volaba con sus alas abiertas, así alejó a las otras gallinas de sus pollitos. Al verla parecía tener el valor de un águila…un águila con cresta.

Se armó tal alboroto, que todos los animales se enteraron de la pelea. En la historia de la granja, nadie había visto a una gallina tan valiente, defendiendo el derecho de sus polluelos a tener un lugar en el gallinero. La vaca la admiró como al toro más fuerte, y la oveja le temió como al lobo más feroz.

Poco a poco, uno a uno, los que se oponían fueron cediendo. El último en rendirse fue el gallo, quien al final dio un Quiquiriquí y voló de allí. Después de una larga lucha, mamá gallina pudo ingresar con cada uno de sus pollitos. ¡Había ganado esa batalla!

Al terminar la gran pelea, mamá gallina aunque cansada y algo malherida, construyó con mucho amor las camas para sus hijos. Consiguió la paja más delicada y la organizó hasta lograr un suave colchón. 

Así, en la primera noche en el gallinero, cada uno de los pollitos eligió su cama preferida. Luego, ella los acomodó, les dio un pico de buenas noches, y permaneció en la oscuridad protegiendo a sus chiquillos.           

Al avanzar la madrugada, mamá gallina observó que sus pollitos tiritaban de frío. No tenían mantas ni cobijas que utilizar, y las plumas de los pequeños aún eran chicas y delgadas para protegerlos de la baja temperatura. Tampoco podían dormir bajo sus alas, habían crecido mucho y algunos quedarían fuera.

Mamá gallina lo pensó un poco, y halló una solución. Trabajó con mucho cuidado, y sudó de dolor hasta que terminó la tarea. Al poco tiempo, los pollitos dejaron de temblar y pudieron dormir tranquilos.

En el amanecer, cuando el gallo inició su canto, y el sol comenzó a brillar, uno a uno fueron despertando los pollitos. ¡Todos quedaron asombrados al descubrir que una manta hecha de suaves plumas los protegía!

Ninguno sabía de dónde había aparecido una cobija tan calientita. Pero, al buscar a mamá gallina la encontraron…¡Sin plumas tiritando en un rincón!

Los pollitos no salían de la sorpresa, y ya no dudaron del amor de mamá. Sentían que...¡Mamá gallina era la mejor del mundo!

Ese día, todos en la granja comprendieron que: ¡El amor de mamá gallina no tenía límites!

© 2015 Liliana Mora León

lunes, 2 de enero de 2017

Cuento sobre el perdón y la reconciliación: El mejor consejo para dormir feliz



Una mañana de domingo en la granja, doña Oveja presenció la pelea entre don Conejo y doña Coneja y los escuchó alegar así:

— Está claro que tú ya no me quieres —dijo el conejo—. Ahora cuidas más a las flores del jardín que a mí.

— Pues tú, sólo quieres estar con tus amigotes ­—respondió ella muy enojada—. A casa sólo llegas en la noche a comer, mientras yo permanezco sola todo el día haciendo los oficios.

— Prefiero estar con ellos que discutiendo contigo —refunfuñó el conejo—. Además, tú todo el tiempo tratas de controlarme: ¡Me prohibiste hasta comer zanahorias!

— Agradece que me preocupo por tu salud —respondió ella con rabia—. Mírate: ¡Estás barrigón por ser tan glotón!

— Tú no te quedas atrás: ¡Tienes más arrugas que un acordeón! —respondió él en venganza—. ¡Ya no eres la conejita graciosa con la que me casé!

— ¡Viejo gruñón¡ ¡Eres un desagradecido! —gritó ella con enojo—. Algún día te abandonaré y sabrás lo que valgo.

— ¡Vieja cansona! ¡Eres una amargada! —exclamó furioso—. Con gusto el que se marcha ya… soy yo.

De inmediato torcieron la boca, fruncieron el ceño, se dieron la espalda y salieron dando saltos en direcciones opuestas. Ella fue a contarles a sus vecinas lo sucedido, él a distraerse jugando con sus amigos.

Esa noche al volver a casa evitaron las miradas y el silencio reinó. Al ir a la cama por más que lo intentaron no pudieron dormir tranquilos: ¡El enojo les había robado el sueño! Y aunque contaron una, dos, tres… y hasta mil ovejas, no lograron cerrar los ojos.

Tras varios días sin conciliar el sueño doña Coneja, visiblemente cansada, le pidió a doña Oveja el mejor consejo para dormir. La pacífica y dulce oveja, conocedora de la pelea y de la causa de las noches de insomnio, le respondió rápidamente y sin dudar:

— ¡Pídele perdón a tu pareja antes que llegue la noche, así dormirás feliz!

Luego, llegó don Conejo ojeroso y somnoliento y le solicitó el mismo consejo. Doña Oveja le dio una respuesta igualita:

— ¡Pídele perdón a tu pareja antes que llegue la noche, así dormirás feliz!

Toda la tarde los conejos recordaron la pelea. En sus cabezas resonaban las palabras que los hacían sentir muy mal —glotón, barrigón, cansona, amargada…­— ¡Aún les dolía el corazón!

Después, también llegaron como ecos sus propias palabras, las que habían  pronunciado sin pensar en un momento de ira ¡Ambos desearon haber callado a tiempo!

Al atardecer del día, don Conejo llegó temprano con el deseo de pedirle perdón a doña Coneja. La buscó por toda la casa pero no la encontró. Pensó que lo había abandonado, sintió un vacío enorme y comenzó a llorar desconsolado tirado en su cama. Tras varios minutos de chillar y chillar a moco tendido, abrió los ojos y observó encima de la almohada una nota pequeña que decía:


¡Lo siento mucho!
¡Por favor, si aún me amas, búscame en nuestro árbol!

Con amor: 
Tu conejita.

Don Conejo feliz se secó las lágrimas, limpió los mocos, peinó su pelo y practicó frente al espejo cómo meter su enorme panza. Dándose prisa cruzó todo el jardín y corrió hasta el gran árbol: el mismo donde un día le había prometido a doña Coneja amor eterno.

Al llegar, ella estaba esperándolo con su mejor vestido y una bella sonrisa que la hacía lucir más joven. Los dos se miraron y entre lágrimas se pidieron perdón.

Ese día como muestra de su amor: doña Coneja le regaló a don Conejo una zanahoria deliciosa; él la disfrutó como si fuera la última sobre la faz de la tierra. Él, por su parte, la alegró con una bella flor. Era una hermosa margarita cuyos pétalos le confirmaron a doña Coneja que… ¡Él todavía la amaba!

En la noche, antes de caer en un profundo sueño, los dos se hicieron una nueva promesa: 
¡Nunca más irían a la cama sin antes pedirse perdón!... 

© 2015 Liliana Mora León

sábado, 1 de octubre de 2016

Cuento de amor a la naturaleza: ¡Los patos no sabemos volar!



Te voy a contar un cuento, que no es un cuento; y aunque no lo creas, y pienses que no es verdad, tiene mucho de realidad:

En una ciudad conocida como Bogotá, existen pequeños pantanos de agua llamados Humedales Algunos tienen nombres de animales, por ejemplo: El Burro, La Vaca y La Conejera; aunque en realidad en ellos no viven ni burros, ni vacas, ni conejos. Pero sí hay aves, muchas aves especiales.

En los humedales de la sabana habitan algunos pájaros que no existen en ningún otro lugar del planeta. ¿Te imaginas? Ni en China, ni en India, ni en Canadá, sólo en Bogotá.  

Doña Pata, es una de ellas. Es un ave bonita y también elegante. Al entrar al agua nada tan rápido que parece una campeona de olimpiadas. Pero lo malo es que no puede volar. Por más que intenta elevarse del piso no logra subir ni un metro.

Y aunque los patos de su especie no surcan los cielos, ella está muy orgullosa de pertenecer a su familia. Sabe que quedan muy pocos. Teme que algún día no exista nadie con su raro y enredado apellido. 

Doña Pata, no quiere terminar como su primo: el “Pato Zambullidor Andino”. Nunca lo volvieron a ver. De él sólo queda el recuerdo y algún viejo retrato pintado a mano. ¡Se extinguió!

Las amigas de doña Pata, unas aves que vuelan alto y conocen cada rincón de la ciudad,  le han dicho que: ¡Los humedales están desapareciendo! Le contaron también que a la “Tingua Bogotana”, un ave de hermosas plumas verdeazuladas y delgadas patas de bailarina, ahora poco la ven.

Preocupadas le chismosearon que llevan mucho tiempo, pero muchísimo, sin escuchar la serenata del pájaro "Cucarachero" Nadie sabe qué ha pasado con él, todos extrañan su alegre e inconfundible cantar: Tuiiti, Tuiiti, Tuiiti…


Doña Pata, teme que su familia también desaparezca de la tierra. Ahora que calienta sus tres huevos intenta por todos los medios limpiar su pantano. Con el pico atrapa lo que  más puede y lo lleva hasta el cesto de la basura. Agarra de todo: bolsas de papas fritas, botellas de gaseosa, miles de empaques de golosinas y muchas cosas más.

Cada día, como por arte de brujería, una nueva montaña de basura aparece. Aquel trabajo no tiene final. El humedal permanece con un asqueroso sabor que le hace doler las tripas, y un apestoso olor que le da ganas de vomitar.

— ¿Por qué los humanos no dejan la basura en su lugar?, se pregunta mientras lucha por encontrar comida en aquel sitio contaminado.

Cansada de trabajar sin descanso, y al escuchar la noticia que los gobernantes de su ciudad, aprobaron construir edificios en su humedal, doña Pata decidió buscar un nuevo hogar. Uno más limpio donde sus hijos puedan crecer sanos y su familia viva feliz.

— ¿Conocen un río cercano? —­preguntó a sus amigas las aves.

— Querida, tiene que salir por la puerta amarilla, camina hasta la esquina, cruza la calle y al frente encuentra el “Río Claro” —le indicó una de ellas.

Doña Pata estaba feliz. Nunca se imaginó que existiera un río tan cerca, y sobretodo, uno de aguas claras. Ella se dio prisa, empacó sus tres huevos y salió con paso rápido y afanado.

Era la primera vez que salía del humedal y con miedo enfrentó ese nuevo mundo. Al llegar a la gran avenida observó unos objetos gigantes movedizos. Eran como gusanos de metal de color rojo intenso que zigzagueaban por el asfalto. Estaban repletos de humanos con cara de preocupación.


En un aviso pintado en el costado de uno de esos extraños objetos, doña Pata leyó: “Prohibidos los patos”

— ¡En esta ciudad no quieren a los patos! —exclamó con tristeza.

Luego, al ver miles de autos de diferentes colores y tamaños que corrían a gran velocidad se preguntó:

— ¿Cómo voy a cruzar sin morir aplastada?

Y, como si ocurriera un milagro, como por un acto de magia, extendió sus alas y comenzó a volar sobre la gran avenida encima de todo el tráfico.

—¡Pero si los patos no sabemos volar! —exclamó doña Pata, aquello le pareció increíble.

Era la primera vez que cruzaba el cielo, y un furioso viento de agosto le hizo dar una voltereta cual cometa, y uno de sus huevos saltó al aire. Ajustando su rumbo descendió veloz para alcanzarlo y logró atraparlo antes que llegara al suelo. Pero sin darse cuenta aterrizó estrellada contra un arbusto de arrayan.

Dolorida se levantó, revisó sus huevos y respiró aliviada al verlos sin rasguños. Después de un descanso, siguió las indicaciones de sus amigas hasta llegar al “Canal del Río Claro”.  Caminó por el puente para admirar el río desde arriba, pero lo que observó la dejó con el pico abierto:

Más, y más, y más basura… ¡Basura por todos lados! Aquello era un depósito de trastos viejos, camas, colchones, mesas, cartones, ladrillos, ropa, llantas, mugre y mugre y más mugre…Y, nuevamente, en el fondo, el agua gris verdosa maloliente que le daba tanto dolor de panza.

— ¿Dónde está el Río Claro? —se preguntó—. ¡Guácala, esto huele muy mal! —, dijo mientas se tapaba el pico con las plumas de sus alas.

Siendo un animal muy inteligente, no se dio por vencida y se le ocurrió una brillante idea:

— ¡Ya sé! Caminaré hasta la cima de la montaña, e iré al páramo donde nacen los ríos. Allí encontraré agua pura.

Doña Pata, emprendió nuevamente el camino, era fácil orientarse mirando la gran montaña que estaba parada justo donde el sol salía cada mañana.

Al rato, encontró un nuevo peligro: eran dos gatos callejeros, de cuerpo negro y patas blancas, tenían grandes ojos amarillos que asustaban en la noche y les daban mirada de malosos:


—¡Esta es nuestra calle! —gritó uno  de ellos.

—¡Lárguese  de aquí! —Masculló el otro—. Devuélvase por donde vino.

—Tranquilos amigos... no se preocupen —respondió doña Pata mientras protegía sus huevos—. Yo sólo quiero llegar a la cima de la montaña.

—¡Nosotros odiamos los patos con su horrible Cuac, Cuac, Cuac! —agregó el gato más viejo.

Luego, la corretearon sin cesar y le lanzaban arañazos con sus garras. En medio de la pelea, acorralada en un rincón, temblando de miedo y con sus huevos pegados al corazón,  ella sintió que su cuerpo cambiaba y sus alas crecían rápidamente:

— ¡Esto es maravilloso! ¡Estoy volandooooo! —resopló asombrada mientras veía a los gatos mirando al cielo con cara de bobos.

Después de pasar tremendo susto reanudó el viaje. A medida que subía la montaña, menos gente había y el agua más limpia parecía. Y lo mejor de todo, no encontró ni una pizca de basura.

Tras varias horas de camino, con las patas ya cansadas, las plumas sudorosas y el pico seco, se enfrentó al mayor enemigo que encontró en el viaje: el hombre. Un cazador experimentado con un rifle en el hombro le disparó varias balas, pero ninguna logró dar en el blanco. Ella no comprendía qué pasaba, y tras escuchar un nuevo estallido, apuró el vuelo y logró escapar de una muerte segura. Sin duda, ¡era su día de suerte!

Después de varios kilómetros subiendo y subiendo la montaña, por fin llegó al “Humedal El Paraíso”. Era el cielo de los animales en la tierra. Cruzó una enorme puerta sin pagar la entrada y leyó en un pequeño aviso: ¡Bienvenidos todos los patos!...


Ilusionada entró al que sería su nuevo hogar. Aquel era un sitio hermoso. El ruido del agua fluyendo era una melodía que nunca había escuchado ¡Era un lago de ensueño!

Cansada de tan extenso viaje guardó rápidamente sus huevos, y con una enorme sed se lanzó presurosa al agua. ¡Estaba helada pero sabrosa! Al sumergir la cabeza encontró deliciosos gusanos y peces pequeños, eran todo un manjar.

Doña Pata veía cientos de aves surcar el cielo y sintió que los árboles desprendían un agradable aroma. De pronto, sin esperarlo, escuchó un ruido muy fuerte. Tras el estruendo, volvió el horroroso olor, aquel que pensaba había dejado atrás.

Asustada pegó un gran brinco, abrió los ojos y cuando miró alrededor lo reconoció: estaba en su viejo humedal, entre el agua sucia y la basura. El ruido ensordecedor del tractor le señalaba que los humanos estaban construyendo el nuevo barrio. Mientras, ella permanecía en el nido calentando sus tres huevos.

Al ver aquello exclamó con preocupación:

—¡¿Qué pasará con mi familia si los patos no sabemos volar?!
                                                                  
 © 2014 Liliana Mora León

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Cuento sobre la guerra: ¡Capitán es un héroe!


Para todas las víctimas de las minas antipersonas en Colombia.
 A ellos, verdaderos héroes que se sobreponen al dolor, 
trabajan con tesón y sueñan con un país en paz. 


Alcalde:

Quiero pedirle el favor que me ayude a encontrar a mi perrito. Él no es un perro cualquiera: ¡Capitán es un Héroe!

Se perdió el lunes mientras yo estaba en la escuela. Creo que salió a la calle a buscarme, como lo hacía allá en mi pueblo: Samaniego. Él me  esperaba en el camino y corría como un loco cuando me veía llegar al alto. En Bogotá vivimos en otra loma: Ciudad Bolívar, parece un pueblo más pobre que el mío. Tal vez, mi perro se perdió buscando algún árbol para alzar la pata y orinar, aquí no hay árboles sólo postes de la luz.

Alcalde, dese prisa, la vecina me dijo que a los perros que encuentran en las calles: los atrapan con una malla, los meten en un camión y en la perrera los matan con una inyección. ¡Yo no quiero que Capitán muera! Si mi perro está en ese horrible lugar, por favor, mándelos: ¡Qué no le hagan nada malo a mi perro!

Él no tiene la culpa de querer andar libre por las calles. Cuando Capitán era pequeño: vagaba feliz por cualquier finca de la vereda, saltaba cercas, se agarraba con otros perros, jugaba en la quebrada y corría tras las gallinas, los gatos y las ovejas. Allí vivíamos tranquilos, hasta que la guerrilla plantó minas por todos lados.

Un sábado, allá en mi tierra, cuando salimos para jugar fútbol con mis amigos, Capitán se nos adelantó y comenzó a ladrar. Al intentar dar un paso se nos paraba delante y no nos dejaba seguir, ladraba y ladraba, estaba furioso, creíamos que tenía la rabia. La única que logró cruzar fue una gallina saraviada, y en pocos segundos, tras un estallido más fuerte que el de la pólvora de las fiestas, sus plumas explotaron por todos lados.

Esa  misma semana salimos huyendo. Unos hombres, vestidos de militares con un trapo negro en la cara y un fusil al hombro,  buscaban a mi taita para matarlo. Querían asesinarlo porque se negaba a pagar la plata, que cobraba la guerrilla, por la mina que explotó la gallina saraviada.

El único animal que empacamos fue a Capitán ¿Cómo dejarlo tirado si me había salvado la vida? Aunque el chofer del bus no lo quería traer a la capital, mi taita le pagó un tiquete sólo para él, y se vino todo un día y una noche, sentado a mi lado con la jeta triste… ¡Todos estábamos tristes de abandonar el rancho!

Alcalde, sé que encontrar a mi perro en una ciudad tan gigante, costará mucho dinero. Yo sólo tengo algunas monedas ahorradas, de lo que gano jornaleando ayudando a mi papá: reciclando chatarra, botellas y papel de la basura. Aquí no tenemos tierra y mi padrecito no sabe hacer nada más que: sembrar tomate de árbol, plátanos y granadillas; o criar gallinas, conejos y ovejas.

En la capital todo es diferente. He visto en el noticiero que la policía ofrece mucha plata para encontrar a personas que hacen cosas malas: ¿Por qué no ofrece una recompensa para encontrar a un perro bueno como el mío?

Me gustaría que Capitán volviera a casa, lo hecho en falta. Ojala algún día todos podamos volver a mi pueblo. Pero si usted le salva la vida o lo topa, puede quedarse con él. De seguro estará orgulloso de tener a un perro tan valiente. Y así, el Capitán, podrá comer tres veces al día, en casa sólo hay dinero para el desayuno o la comida.

Si lo manda a trabajar con los soldados, Capitán hallará más minas en Samaniego. Él evitará que a otros les pasé lo que Rafael: un niño de mi escuela que perdió un brazo cuando estalló una mina, nunca más pudo volver a tocar el clarinete en la banda del pueblo. ¡Esas cosas hacen mucho daño! 

¡Alcalde, Ayúdeme por favor! Para que usted conozca a Capitán, y no lo confunda con otro perro, le mando una foto que le tomó la vecina. Carga un trapo amarillo amarrado al cuello. Tiene enormes ojos cafés, tan grandes como los de una vaca moza. 

Si lo encuentra, avísele a mi maestra Rosario, en el Colegio Arborizadora Alta de Ciudad Bolívar. Donde pagamos arriendo no tenemos teléfono. 

¡Gracias señor Alcalde de la capital!

Juan Inocencio Bolívar


© 2015 Liliana Mora León

Imagen: Foto de perro criollo del Albergue Zamora -http://alberguezamoradoggy.tumblr.com/