miércoles, 5 de abril de 2017

Cuento sobre el amor al prójimo: El amor de mamá gallina


En la granja, los pollitos se preguntaban si mamá gallina los quería tanto como antes. Parecía que en los últimos días, ella ya no los amaba igual. Había decidido que ninguno de sus hijos volvería a dormir bajo sus alas.

Aunque, los pollitos ya estaban bastante crecidos, adoraban dormir bajo el calor de mamá. Pero ella, siendo una gallina con mucho conocimiento, sabía que había llegado el tiempo para que durmieran cada uno en su propia cama.

Desde que salía el sol hasta que se escondía, mamá gallina trabajaba en el jardín. En las primeras horas del día, ella escarbaba la tierra con su pico, buscaba allí y allá, y conseguía gusanos y lombrices para sus pollitos. Una vez alimentados y felices, ella continuaba su labor.

Mamá gallina era la más trabajadora de toda la granja, no tomaba ningún descanso, ni se daba una siesta, como sí lo hacían: la vaca, la oveja, el cerdo y otros más. Ella nunca paraba, exploraba todos los prados seleccionando la paja más fina para construir una cama para cada hijo.

Pero, al intentar entrar la paja al gallinero, se dio cuenta que otras gallinas y el gallo Quiquiriquí, no querían más habitantes en ese lugar. Ella estaba muy enojada, sabía que sus pollitos serían cazados por algún zorro o perro salvaje si dormían afuera.

Entonces, encaró a las gallinas y a don gallo que se abalanzaron contra sus pollitos. Con fuertes picotazos los defendía a todos. Era tal el amor por sus hijos, que sacó fuerzas profundas y logró elevarse del suelo más de un metro. Como un pájaro grande, volaba con sus alas abiertas, así alejó a las otras gallinas de sus pollitos. Al verla parecía tener el valor de un águila…un águila con cresta.

Se armó tal alboroto, que todos los animales se enteraron de la pelea. En la historia de la granja, nadie había visto a una gallina tan valiente, defendiendo el derecho de sus polluelos a tener un lugar en el gallinero. La vaca la admiró como al toro más fuerte, y la oveja le temió como al lobo más feroz.

Poco a poco, uno a uno, los que se oponían fueron cediendo. El último en rendirse fue el gallo, quien al final dio un Quiquiriquí y voló de allí. Después de una larga lucha, mamá gallina pudo ingresar con cada uno de sus pollitos. ¡Había ganado esa batalla!

Al terminar la gran pelea, mamá gallina aunque cansada y algo malherida, construyó con mucho amor las camas para sus hijos. Consiguió la paja más delicada y la organizó hasta lograr un suave colchón. 

Así, en la primera noche en el gallinero, cada uno de los pollitos eligió su cama preferida. Luego, ella los acomodó, les dio un pico de buenas noches, y permaneció en la oscuridad protegiendo a sus chiquillos.           

Al avanzar la madrugada, mamá gallina observó que sus pollitos tiritaban de frío. No tenían mantas ni cobijas que utilizar, y las plumas de los pequeños aún eran chicas y delgadas para protegerlos de la baja temperatura. Tampoco podían dormir bajo sus alas, habían crecido mucho y algunos quedarían fuera.

Mamá gallina lo pensó un poco, y halló una solución. Trabajó con mucho cuidado, y sudó de dolor hasta que terminó la tarea. Al poco tiempo, los pollitos dejaron de temblar y pudieron dormir tranquilos.

En el amanecer, cuando el gallo inició su canto, y el sol comenzó a brillar, uno a uno fueron despertando los pollitos. ¡Todos quedaron asombrados al descubrir que una manta hecha de suaves plumas los protegía!

Ninguno sabía de dónde había aparecido una cobija tan calientita. Pero, al buscar a mamá gallina la encontraron…¡Sin plumas tiritando en un rincón!

Los pollitos no salían de la sorpresa, y ya no dudaron del amor de mamá. Sentían que...¡Mamá gallina era la mejor del mundo!

Ese día, todos en la granja comprendieron que: ¡El amor de mamá gallina no tenía límites!

© 2015 Liliana Mora León

lunes, 2 de enero de 2017

Cuento sobre el perdón y la reconciliación: El mejor consejo para dormir feliz



Una mañana de domingo en la granja, doña Oveja presenció la pelea entre don Conejo y doña Coneja y los escuchó alegar así:

— Está claro que tú ya no me quieres —dijo el conejo—. Ahora cuidas más a las flores del jardín que a mí.

— Pues tú, sólo quieres estar con tus amigotes ­—respondió ella muy enojada—. A casa sólo llegas en la noche a comer, mientras yo permanezco sola todo el día haciendo los oficios.

— Prefiero estar con ellos que discutiendo contigo —refunfuñó el conejo—. Además, tú todo el tiempo tratas de controlarme: ¡Me prohibiste hasta comer zanahorias!

— Agradece que me preocupo por tu salud —respondió ella con rabia—. Mírate: ¡Estás barrigón por ser tan glotón!

— Tú no te quedas atrás: ¡Tienes más arrugas que un acordeón! —respondió él en venganza—. ¡Ya no eres la conejita graciosa con la que me casé!

— ¡Viejo gruñón¡ ¡Eres un desagradecido! —gritó ella con enojo—. Algún día te abandonaré y sabrás lo que valgo.

— ¡Vieja cansona! ¡Eres una amargada! —exclamó furioso—. Con gusto el que se marcha ya… soy yo.

De inmediato torcieron la boca, fruncieron el ceño, se dieron la espalda y salieron dando saltos en direcciones opuestas. Ella fue a contarles a sus vecinas lo sucedido, él a distraerse jugando con sus amigos.

Esa noche al volver a casa evitaron las miradas y el silencio reinó. Al ir a la cama por más que lo intentaron no pudieron dormir tranquilos: ¡El enojo les había robado el sueño! Y aunque contaron una, dos, tres… y hasta mil ovejas, no lograron cerrar los ojos.

Tras varios días sin conciliar el sueño doña Coneja, visiblemente cansada, le pidió a doña Oveja el mejor consejo para dormir. La pacífica y dulce oveja, conocedora de la pelea y de la causa de las noches de insomnio, le respondió rápidamente y sin dudar:

— ¡Pídele perdón a tu pareja antes que llegue la noche, así dormirás feliz!

Luego, llegó don Conejo ojeroso y somnoliento y le solicitó el mismo consejo. Doña Oveja le dio una respuesta igualita:

— ¡Pídele perdón a tu pareja antes que llegue la noche, así dormirás feliz!

Toda la tarde los conejos recordaron la pelea. En sus cabezas resonaban las palabras que los hacían sentir muy mal —glotón, barrigón, cansona, amargada…­— ¡Aún les dolía el corazón!

Después, también llegaron como ecos sus propias palabras, las que habían  pronunciado sin pensar en un momento de ira ¡Ambos desearon haber callado a tiempo!

Al atardecer del día, don Conejo llegó temprano con el deseo de pedirle perdón a doña Coneja. La buscó por toda la casa pero no la encontró. Pensó que lo había abandonado, sintió un vacío enorme y comenzó a llorar desconsolado tirado en su cama. Tras varios minutos de chillar y chillar a moco tendido, abrió los ojos y observó encima de la almohada una nota pequeña que decía:


¡Lo siento mucho!
¡Por favor, si aún me amas, búscame en nuestro árbol!

Con amor: 
Tu conejita.

Don Conejo feliz se secó las lágrimas, limpió los mocos, peinó su pelo y practicó frente al espejo cómo meter su enorme panza. Dándose prisa cruzó todo el jardín y corrió hasta el gran árbol: el mismo donde un día le había prometido a doña Coneja amor eterno.

Al llegar, ella estaba esperándolo con su mejor vestido y una bella sonrisa que la hacía lucir más joven. Los dos se miraron y entre lágrimas se pidieron perdón.

Ese día como muestra de su amor: doña Coneja le regaló a don Conejo una zanahoria deliciosa; él la disfrutó como si fuera la última sobre la faz de la tierra. Él, por su parte, la alegró con una bella flor. Era una hermosa margarita cuyos pétalos le confirmaron a doña Coneja que… ¡Él todavía la amaba!

En la noche, antes de caer en un profundo sueño, los dos se hicieron una nueva promesa: 
¡Nunca más irían a la cama sin antes pedirse perdón!... 

© 2015 Liliana Mora León